domingo, 8 de julio de 2018

Las manos del nazareno

Publicado en la web ElCostal.org

Sin lugar a dudas es, la estación de penitencia, el acto central en la vida de una cofradía. Es el culto colectivo y público que en ellas es ofrecido a Dios, y es fiel reflejo de la propia hermandad porque en él se manifiesta tanto su impronta, como su imagen, su sello, su forma de ser, lo que los años y sus hermanos han hecho de ella. Por eso la estación de penitencia de cada cofradía es tan distinta: pues, a pesar de ser una misma cosa y un mismo acto de culto, cada una refleja la personalidad, historia e idiosincrasia de su hermandad, haciendo de ello algo único.
Siendo como es un acto colectivo, la estación de penitencia tiene un marcado componente individual ya que, aunque los hermanos vamos todos juntos, cada uno de ellos guarda su propia identidad para sí y, dentro del anonimato que nos ofrece la túnica penitencial, cada uno va con sus propias ideas, sus propias motivaciones, sus propios problemas, y en definitiva con su propia persona. Porque nadie ha de ver como es la penitencia particular de cada uno y porque, desde el anonimato personal, el protagonismo del momento recae exclusivamente en la hdad que lo organiza y en Jesús y María que son quienes reciben dicho culto. Pero, aunque el nazareno es anónimo, sin ningún signo de distinción que le personalice entre los demás, solo sus manos al aire en aquellas hermandades que no llevan guantes nos permiten acercarnos a la persona que va bajo esa túnica que a todos nos hace iguales, y con su sola contemplación podemos acercarnos a cada uno de ellos.
Así nos encontramos con las manos de los niños, cuyos pequeños dedos dejan entrever esa ilusión desmedida por poder formar parte del cortejo de quienes visten la túnica con el antifaz cubriendo el rostro, y que aunque, ya han visto cumplido el sueño de salir de nazareno, aún mantienen esa impaciencia de quien no ve pasar el tiempo para que su anhelo se haga realidad. Manos infantiles que antes han sido manos de bebé que, de túnica o de monaguillo vestidos de “cristianar en cofrade”, han sido presentados por sus padres a la Virgen de su hermandad en una parada cualquiera del paso de palio, o que algún año después han sujetado el canastito donde llevaban los caramelos que aliviarían la espera del público que contempla el discurrir de la cofradía mientras llega el paso tras las filas de nazarenos. Manos que también se aferraban a la de su padre, de esparto y ruan, cuando vestido de paje y papeleta de sitio en mano se dirigían hacia la Iglesia donde el Rey David muestra su Triunfo ante sus hijos mientras le rezan el Credo.
Nos encontramos con las manos de los preadolescentes que, aunque ya saben lo que es salir con su hermandad, conservan y muestran en ellas esa impaciencia estrenada siendo niño pero que se mantiene intacta como el primer día. Manos que juegan con las velas, se llenan de cera y ponen estampas en el cirio para que la luz esté lo más cerca posible de la imagen de su devoción. Manos de adolescente que revelan el logro obtenido por el puesto de privilegio que pueden ocupar saliendo de acólitos muy cerquita de su Cristo y de su Virgen; acólitos que aunque vayan a cara descubierta mantienen la discreción de su presencia pues la cercanía del paso concede el protagonismo a quienes va dirigido el culto y la penitencia.
Manos de joven, agarradas al zanco del paso asomando por el faldón dando testimonio de un autentico trabajo de equipo de quienes son los pies de Dios y la Virgen. O esas otras manos jóvenes que, sujetando la corneta, con las baquetas del tambor, o con cualquier otro instrumento de madera, metal o percusión, ponen banda sonora a nuestras estaciones penitenciales. Manos de recién casado portando la alianza matrimonial o de padre o madre esperando ver a los hijos para darles caramelos, estampitas o medallitas. Manos adultas que, desde su cirio o insignia, exhiben el conocimiento que la vida les va otorgando y que, en el día a día de familia y hermandad, van legando a las nuevas generaciones de cofrades. Manos veteranas de piel arrugada que, en sí, acumulan la experiencia de toda una vida dedicada a su hermandad, manos aferradas a su canasto, vara, bocina, manigueta o palermo.
Hoy quiero recordar a un nazareno especial, cuyas manos son de éstas últimas. Manos llenas de arrugas que, cada una de ellas, es testigo de un hermano que, como censor, entrevistó para que formase parte de la cofradía. Arrugas que, con amor de hijo, quitaba de la túnica de Jesús Nazareno, cuyos pliegues arreglaba para que siempre luciese esa majestad que le corresponde al Hijo de Dios, pues haciendo excelentes las pequeñas cosas, transmitía esa excelencia para que todo alcanzase esa Primitiva perfección aprendida de sus mayores, transmitida y dejada en herencia a las generaciones venideras. Mientras en San Antonio Abad le rezamos cinco padrenuestros según prescriben nuestras santas reglas, en el atrio celeste el canastilla del minitramo dice “está” cuando le nombra el Dulcísimo Nazareno.