Publicado en la web ElCostal.org
Sin lugar a dudas es, la estación de penitencia, el acto central en
la vida de una cofradía. Es el culto colectivo y público que en ellas es
ofrecido a Dios, y es fiel reflejo de la propia hermandad porque en él
se manifiesta tanto su impronta, como su imagen, su sello, su forma de
ser, lo que los años y sus hermanos han hecho de ella. Por eso la
estación de penitencia de cada cofradía es tan distinta: pues, a pesar
de ser una misma cosa y un mismo acto de culto, cada una refleja la
personalidad, historia e idiosincrasia de su hermandad, haciendo de ello
algo único.
Siendo como es un acto colectivo, la
estación de penitencia tiene un marcado componente individual ya que,
aunque los hermanos vamos todos juntos, cada uno de ellos guarda su
propia identidad para sí y, dentro del anonimato que nos ofrece la
túnica penitencial, cada uno va con sus propias ideas, sus propias
motivaciones, sus propios problemas, y en definitiva con su propia
persona. Porque nadie ha de ver como es la penitencia particular de cada
uno y porque, desde el anonimato personal, el protagonismo del momento
recae exclusivamente en la hdad que lo organiza y en Jesús y María que
son quienes reciben dicho culto. Pero, aunque el nazareno es anónimo,
sin ningún signo de distinción que le personalice entre los demás, solo
sus manos al aire en aquellas hermandades que no llevan guantes nos
permiten acercarnos a la persona que va bajo esa túnica que a todos nos
hace iguales, y con su sola contemplación podemos acercarnos a cada uno
de ellos.
Así nos encontramos con las manos de los
niños, cuyos pequeños dedos dejan entrever esa ilusión desmedida por
poder formar parte del cortejo de quienes visten la túnica con el
antifaz cubriendo el rostro, y que aunque, ya han visto cumplido el
sueño de salir de nazareno, aún mantienen esa impaciencia de quien no ve
pasar el tiempo para que su anhelo se haga realidad. Manos infantiles
que antes han sido manos de bebé que, de túnica o de monaguillo vestidos
de “cristianar en cofrade”, han sido presentados por sus padres a la
Virgen de su hermandad en una parada cualquiera del paso de palio, o que
algún año después han sujetado el canastito donde llevaban los
caramelos que aliviarían la espera del público que contempla el
discurrir de la cofradía mientras llega el paso tras las filas de
nazarenos. Manos que también se aferraban a la de su padre, de esparto y
ruan, cuando vestido de paje y papeleta de sitio en mano se dirigían
hacia la Iglesia donde el Rey David muestra su Triunfo ante sus hijos
mientras le rezan el Credo.
Nos encontramos con las manos
de los preadolescentes que, aunque ya saben lo que es salir con su
hermandad, conservan y muestran en ellas esa impaciencia estrenada
siendo niño pero que se mantiene intacta como el primer día. Manos que
juegan con las velas, se llenan de cera y ponen estampas en el cirio
para que la luz esté lo más cerca posible de la imagen de su devoción.
Manos de adolescente que revelan el logro obtenido por el puesto de
privilegio que pueden ocupar saliendo de acólitos muy cerquita de su
Cristo y de su Virgen; acólitos que aunque vayan a cara descubierta
mantienen la discreción de su presencia pues la cercanía del paso
concede el protagonismo a quienes va dirigido el culto y la penitencia.
Manos
de joven, agarradas al zanco del paso asomando por el faldón dando
testimonio de un autentico trabajo de equipo de quienes son los pies de
Dios y la Virgen. O esas otras manos jóvenes que, sujetando la corneta,
con las baquetas del tambor, o con cualquier otro instrumento de
madera, metal o percusión, ponen banda sonora a nuestras estaciones
penitenciales. Manos de recién casado portando la alianza matrimonial o
de padre o madre esperando ver a los hijos para darles caramelos,
estampitas o medallitas. Manos adultas que, desde su cirio o insignia,
exhiben el conocimiento que la vida les va otorgando y que, en el
día a día de familia y hermandad, van legando a las nuevas generaciones
de cofrades. Manos veteranas de piel arrugada que, en sí, acumulan la
experiencia de toda una vida dedicada a su hermandad, manos aferradas a
su canasto, vara, bocina, manigueta o palermo.
Hoy
quiero recordar a un nazareno especial, cuyas manos son de éstas
últimas. Manos llenas de arrugas que, cada una de ellas, es testigo de
un hermano que, como censor, entrevistó para que formase parte de la
cofradía. Arrugas que, con amor de hijo, quitaba de la túnica de Jesús
Nazareno, cuyos pliegues arreglaba para que siempre luciese esa majestad
que le corresponde al Hijo de Dios, pues haciendo excelentes las
pequeñas cosas, transmitía esa excelencia para que todo alcanzase esa
Primitiva perfección aprendida de sus mayores, transmitida y dejada en
herencia a las generaciones venideras. Mientras en San Antonio Abad le
rezamos cinco padrenuestros según prescriben nuestras santas reglas, en
el atrio celeste el canastilla del minitramo dice “está” cuando le
nombra el Dulcísimo Nazareno.
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