En la Primitiva de los Nazarenos de Sevilla celebramos en
estos días el Triduo a la Santa Cruz, al que siempre hacemos coincidir en fecha
lo más cercana posible al 29 de Septiembre, festividad del Arcángel San Miguel,
que es cuando la hermandad hizo el solemne voto de la defensa de la creencia de
que María , la Madre de Dios, fue preservada de toda mancha de pecado desde el
primer instante de su purísimo ser, hasta derramar la sangre si fuese menester
y del que el año próximo se cumple el IV centenario. Este voto es renovado
anualmente el último día de dicho culto en que la hermandad celebra una función
solemne a la Santa Cruz de Jerusalén (título que fue el santo y seña de la
corporación en los siglos pasados) y de esta manera celebrar la Fiesta
Principal de nuestro Instituto.
Para este culto la priostía de la Hermandad ha preparado un
vistosísimo altar donde están entronizados el Dulcísimo Nazareno abrazando su
cruz, la Virgen de la Concepción con San Juan, su inseparable acompañante, y
todo ello presidido por la Santa Cruz de Jerusalén, representada en la cruz de
carey y plata que cada madrugada abraza el Señor. Dicho montaje no es nuevo en
su concepción, ni tampoco es exclusivo de este culto, pues años atrás se ha
montado con la Cruz el Señor y la Virgen, con la cruz y la Inmaculada
Concepción del Alma Mía acompañada de las tablas de los nazarenos que posee la
hermandad rememorando dicho voto concepcionista, o simplemente con la Santa
Cruz. Aunque nos centraremos en el montaje de este año.
Foto: Alvaro Dávila-Armero |
Quien me conoce sabe que soy extremadamente clásico en mis
preferencias, lo que hoy gustan de denominar “rancio”, y siempre me ha chocado
este montaje en el que figuran dos cruces en el altar: la que preside y la que
abraza el Señor. Porque ¿acaso hay una más importante que la otra? ¿Cuál de los
dos sería la verdadera? Pues bien, la respuesta la halle anoche conversando con
mi amigo y hermano Álvaro: “es que está
la cruz de nuestros pecados que lleva el Señor y la cruz triunfante que es el
signo de la redención”. A mí, que siempre me ha gustado sacar el
significado y el porqué de las cosas, me acababan de dar con mi propia
medicina.
Porque efectivamente el Señor hizo que el infame instrumento
de tortura reservado a los más bajos criminales de su época que El mismo tuvo
que padecer con su sangre bendita derramada por sus cinco llagas y que son las
cinco cruces de nuestro escudo, se tornase en signo de redención y seña de
todos los que nos unimos para celebrarle a Él.
Así se nos muestra el rey David;
el nuevo Salomón, en quien se cumplieron todas las escrituras, el Varón de
Dolores que cantaba Isaías: caminando hacia el Gólgota con la mansedumbre del
cordero llevado al sacrificio, pero con la gallardía y la entereza de quien no va
a aparecer derrotado, sino más fuerte aún en su tremendo castigo; mostrando orgulloso
todo su poder que descansa sobre su hombro. Jesús Nazareno, porque
verdaderamente cargaste sobre ti con todos nuestros dolores, enfermedades y
pecados en la Cruz, en esa tosca cruz de madera antigua de tu camarín.
Y tras de El la Cruz triunfante:
carey y plata; una cruz desnuda como son las cruces que abren nuestros cortejos
penitenciales que son un anuncio de la Pascua cristiana. Es una cruz gloriosa,
como la columna de fuego del éxodo. Una Cruz sin Cristo, es signo del triunfo
de Jesús sobre la muerte, bandera de su resurrección. La auténtica alegría de
los cristianos.
Foto: José Manuel Moran |
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