Fue la visualización en el alma
del trance último en que el Cachorro se sublima y acude a la presencia del
Padre, porque ya “todo está cumplido”.
Tal y como la conocemos la semana santa es un cúmulo de factores que, en su conjunto, hacen de ella algo extraordinario. Factores devocionales, su primera razón de ser; factores artísticos, que la componen y le dan forma; y otros diversos que tienen que ver con el sentimiento, la familia y que incluso llegan a vertebrar la sociedad de la ciudad. Uno de estos factores es la geografía urbana de la urbe. Ésta tiene que ver con la ubicación de las diferentes capillas y parroquias, con los recorridos que realizan las hermandades en su estación penitencial y con las calles por las que transitamos en estos días de gloria para los cofrades, muchas de ellas quedan inéditas para la mayoría de nosotros el resto del año salvo en estos días en que las usamos para llegar de forma rápida hasta ese sitio concreto en el que ver a una determinada hermandad tiene una especial significación. Porque hay calles que irremediablemente nos traen a la memoria una cofradía o incluso un paso y una imagen concreta, por alguna íntima vivencia que hayamos tenido en la misma. Justo esto me ocurre en la céntrica calle O’donnell.
El otro día, en su tuiter, Álvaro Iglesias (@Alvaro_bet), coincidiendo con el fallecimiento de Leopoldo O’donnell que da nombre a la calle, realizaba un magnifico hilo sobre la misma que en mi mente evoca la imagen del Cristo de la Expiración de la Hdad. del Cachorro desde que tuve la fortuna de contemplarlo desde un balcón en dicha calle. Desde siempre la bendita imagen del Cristo del Cachorro es muy especial pues, a su belleza y calidad artística, hay que sumar los sentimientos que provoca entre sus más fieles devotos –recuerdo a Rosario, una señora mayor de la cava, llorando emocionada ante el Cristo en su procesión extraordinaria de 1982 por el III centenario de su hechura- además del profundo dramatismo que tiene por el momento supremo que representa, frontera entre la vida y la muerte. Siempre se ha hablado de los ojos del Cachorro, uno ya muerto y el otro aún con vida, pero hasta aquella tarde, en ese balcón de la mitad de la calle de O’donnell, no había visto morir a Cristo en directo, desde que el paso embocó la calle desde la Magdalena no hubo más que el ojo sin vida del Cachorro, hasta entonces no tan significativo para mí.
Si las
imágenes están para que podamos visualizar a Cristo y hacer más fácil nuestra
comunicación con El, en aquel momento supuso ver representada la palabra
postrera “En tus manos encomiendo mi espíritu”. Fue la visualización en el alma
del trance último en que el Cachorro se sublima y acude a la presencia del
Padre, porque ya “todo está cumplido”. En ese instante, que duró todo el
discurrir por dicha calle, no hubo más que Dios: no estaba ni su cofradía, ni
la banda, ni su leyenda del gitano agonizante, ni los vecinos de su barrio, ni
sus trescientos años de historia, ni el olor de las casas de vecinos de la
antigua cava, ni mucho menos el recuerdo de sus muchas citas literarias…, solo
Dios muriendo ante mis ojos. Pero… ¿Muriendo
o resucitando?
¿No puede ser que el
Cachorro nos muestre el propio Triunfo de Jesús resucitando en el árbol de la
Cruz?
Porque ¿es
el Cachorro es la representación del triunfo máximo de Dios en el momento definitivo
de su unión total a la condición humana? ¿O es quizás el Cachorro la primera
representación idealizada de la Resurrección anticipando su gloria en
el mismo instante de su muerte? Si decimos que Jesús Nazareno no abraza la Cruz
sino que exalta glorioso el símbolo de su Triunfo, ¿no puede ser que el
Cachorro nos muestre el propio Triunfo de Jesús resucitando en el árbol de la
Cruz? Y es que el Cachorro está tan íntimamente unido a la cruz que no se
separa de ella ni para resucitar, por eso el día de Pascua nos ofrece su pie
para que, con nuestro beso, le celebremos glorificado. Por tanto el Cachorro no
tiene un ojo muerto, lo tiene a punto de resucitar y yo no fui testigo de la
muerte de Jesús, sino del instante mismo de su resurrección que ocurre (para
mi) todos los años en la calle O’donnell.
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