Publicado en el Blog "El Sanedrín" de la web ElCostal.org
Siguiendo la
costumbre del momento, cuando Juan hizo la primera comunión se apuntó en la
nómina de la cofradía de su padre. Era la primera comunión lo que marcaba la
mayoría de edad “cofrade”, y así el niño pasaba al mundo de los adultos y podía
formar en las filas de nazarenos de la hermandad, claro está excepto en
aquellos casos en que iba a salir de paje y entonces se apuntaba antes. La de
Juan era una familia normal de cofrades de a pié, de pagar sus cuotas, ir cada
viernes a ver al Señor y salir de nazareno. En aquellos años la vida diaria de
hermandad estaba reservada a las juntas de gobierno y algunos allegados, por lo
que nunca salió de paje o monaguillo.
Pasó el tiempo y
Juan llegó a la universidad, por entonces en la calle Laraña, y allí recibió la
llamada de su vida. La sola contemplación del Catedrático del Amor, que desde
su Buena Muerte da lecciones de vida, prendió en su corazón esa llama interior
que le hizo descubrir cuál sería desde entonces su hermandad. Sin nunca
renunciar a sus raíces familiares su identidad cofrade había descubierto su
verdadero ser. Por esta visión contemplativa y casi, podríamos decir, mística
muchos de nosotros llegamos a ese conocimiento “revelado” de ese Cristo al que
queremos seguir y que lo haremos siguiendo las formas y tradiciones de su
hermandad.
Porque si San
Agustín demostró la existencia de Dios a través de cinco vías, cinco son los
caminos que hay en Sevilla para que cada uno descubra a su “Jesús” particular.
Así éste descubrimiento por revelación del que siente en su interior la mirada
de Jesús Nazareno; esa cercanía sentida hacia la hermandad por razones de
amistad con sus hermanos o simplemente por pertenencia al barrio donde radica
la misma; esa casualidad venida cuando alguien entra a formar parte de alguna
actividad promovida por la hermandad y ante el conocimiento de la misma y su
labor quedan unidos para siempre como les sucede a tantos usuarios del Centro
de Estimulación Precoz que en el Buen Fin tienen el mejor principio; ese
sentirse acogido por los buenos hermanos que forman la hermandad que abren sus
brazos a quien llega aunque sea de visita a la hermandad y ante la buena
acogida ya no marcharán; y por supuesto,
como decíamos al principio, la familia.
Porque si las
hermandades vertebran la vida y la sociedad de la ciudad es porque también lo hacen
en muchas familias. La pertenencia a la hermandad viene determinada de padres a
hijos y de hijos a nietos suponiendo una doble seña de identidad tanto de la
familia, identificándola con la hermandad, como de la propia hermandad
asumiendo las identidades de las familias que la componen. Aunque el mero hecho
de la relación familiar no supone la total y plena integración en la hermandad
que cada uno tendrá que buscar, promover y acrecentar.
Juan tuvo un
hijo, José, que como su padre pertenece a la hermandad familiar aunque con el
paso de los años ya lo fue de nacimiento. José tuvo también su revelación
particular y encaminó sus pasos hacia otra cofradía que no era la paterna y en
la que conoció a quien es su mujer, donde se casó y donde no pudo bautizar a
sus hijos por no ser parroquia. Al nacer sus nietos Juan le pregunto a su hijo:
¿José te importa que apunte a mis nietos en mi cofradía? Papá, ¿cómo me va a importar? Así, los nietos
de Juan fueron universitarios antes incluso que de la cofradía de sus padres.
Pasó el tiempo,
los nietos fueron llegando a la edad de vestir el ruan, y al cumplir los doce
años tomaron la cera tiniebla que su abuelo había portado años atrás. Una nueva
generación formando en las filas continuando el camino iniciado por nuestros
mayores. Una nueva generación perpetuando la memoria familiar. Porque al salir
en la cofradía del abuelo, éste continuará siempre con nosotros.
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