De nuevo me encontraba en misa en
los cultos de mi hermandad, y de nuevo además de seguir la celebración, las
lecturas, las oraciones, todas las partes de la eucaristía; observando como los
acólitos conocen casi a la perfección su papel en la liturgia y lo demuestran
culto tras culto; cantando sotto voce con el coro los diversos cantos
litúrgicos que acompañan la celebración, un poco por deformación profesional
por mi afición al canto y mis muchas participaciones en los cultos de numerosas
hermandades. Y, como no, todo esto incluye un momento de reflexión sobre el
estado de la hermandad, la categoría del altar montado para la ocasión y un
repaso a los hermanos que están, que fueron, y los que están en proceso en la
juventud de la hermandad.
Es precisamente viendo al sacerdote
celebrante donde comienza el pensamiento a divagar, pues es hermano muy
antiguo, asiduo al día a día de la casa en los años de juventud, y hoy día
sacerdote con responsabilidad en la diócesis. Desde este punto de partida,
vuela la mente hacia otros hermanos a los que también hemos conocido en la
juventud y hoy son personas de renombre en sus respectivas profesiones, lo cual
nos produce un sentimiento de alegría ante los éxitos de nuestros hermanos y
amigos. Y, como ya he manifestado en alguna ocasión, no menos importante es esa profunda
satisfacción interior cuando vemos a los jóvenes que un día conocimos de niños
en la hermandad, siendo nosotros miembros de las juntas de gobierno,
compartiendo hoy junta con nosotros y aprendiendo de ellos. He de decir que me
encanta aprender cosas nuevas cada día y tener la oportunidad de hacerlo de
aquellos a quienes un día pudimos enseñar creo que es de las mejores cosas que
nos puede otorgar la vida.
Toda esta reflexión es posible por
una cuestión muy simple, y a la par muy compleja, como es el sentimiento de
pertenencia a la hermandad. Queremos a la hermandad porque nos sentimos parte
de ella, y por la estrecha convivencia con nuestros hermanos, que también
sienten a la hermandad como suya, y entre todos nos sentimos parte de una gran
familia.
Pertenencia que nos viene dada por muestra
propia familia, nuestros padres, que continuando con lo que hicieron los suyos,
nos hacen hermanos desde el bautismo, nacimiento, al hacer la primera comunión,
o al llegar a la edad para salir de paje, según la costumbre de la hermandad y
del momento. El propio grado de pertenencia de la familia a la hermandad
marcará también el del joven hermano. A veces nuestra llegada a la hermandad se
debe a tener amigos que forman ya parte de la misma, y al ir con ellos a la
hermandad en tanto la vamos conociendo desde dentro nos enamora, nos engancha,
nos atrapa, y nos hace suyos. En otros casos nuestra llegada a la hermandad es
por la devoción que nos inspiren los sagrados titulares, ya hemos comentado en
alguna ocasión del poder de las imágenes sagradas para tocar nuestro corazón como
representación de Cristo y su Madre que son.
Para que estos últimos se sientan
integrados y, por tanto, parte de la hermandad, es muy importante que tengamos
las puerta abiertas para que, quien quiera, pueda entrar a convivir con los hermanos, siendo
esto fundamental no solo para estos nuevos hermanos sino para aquellos que, aunque miembros desde la infancia, verán acentuado su sentimiento de pertenencia a la "casa" cuanto más activa sea su participación en la vida de la
corporación. Por tanto las juntas de gobierno deben vigilar y cuidar que los
hermanos se sientan acogidos en la hermandad, la tomen como suya, como propia,
se alegren con las buenas noticias y se entristezcan con las que no lo son. Es
fundamental el diputado de juventud, que junto con los priostes y el de cultos,
hacen atractiva la hermandad a la juventud por su especial vinculación en
estas áreas de la corporación; y si la juventud se engancha a la hermandad ya
no la dejará nunca, y por supuesto amplíese ésto a todos los hermanos de
cualquier edad o condición. Como colofón permítanme reproducir unas frases del
artículo de mi primitiva, y joven hermana, Inés en el boletín de nuestra Archicofradía que creo es el mejor ejemplo para
ésta reflexión:
“No recuerdo con exactitud la primera vez que crucé
las puertas de San Antonio Abad. Por aquel entonces sólo acompañaba a mi
familia a ese lugar en el que, sin tan siquiera ser hermana, sentía como si el
mismísimo Jesús Nazareno me abrazase como abraza a su cruz... Sin embargo, ese
abrazo fue cambiando hasta convertir ese lugar en un hogar.
Y a aquellos jóvenes que, sin conocer a nadie, se han
acercado a Jesús Nazareno, les animo a que vengan, a que participen, a que
pregunten todo lo que les inquiete de manera abierta y sin miedos a ser nuevos
en esto, porque al final todos estamos aquí por un punto en común: la devoción
a Nuestros Titulares. Porque para eso estamos, para tener siempre las puertas
abiertas, para ayudarnos entre nosotros con las cruces que nos tocan en el día
a día, para que, de alguna manera, ese abrazo entre hermanos sea un abrazo a la
cruz de cada uno. Igual que lo hace el Nazareno”
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