Y una vez más, estando
en la hermandad, el pensamiento vuela, y es que muchas de las cosas buenas que
nos pasan ocurren alrededor de la hermandad: padres, abuelos, los amigos,
trabajar, aprender, incluso formar nuestra propia familia, como es mi caso y el
de otros muchos. Por esto, porque gran parte de nuestras vidas tiene lugar en
la hermandad, y así es para muchos de nosotros, es porque las hermandades conforman
gran parte de la vida social de la ciudad.
Pues bien, como decía fue
estando de nuevo en la hermandad con motivo del cabildo de elecciones, ahora en
formato abierto por los muchos hermanos que somos para facilitar el que gran
parte puedan venir a votar, aparte del cumplimiento con nuestro deber de
hermano es una nueva oportunidad de encontrarnos, saludarnos, cambiar
impresiones, alegrarnos de vernos pues, por las obligaciones de la vida diaria,
no siempre es posible aunque seamos asiduos a la cita semanal. Y este momento
de alegría y de encuentro, de vernos con nuestras familias, de ver como
nuestros hijos se van haciendo mayores y se van integrando en la hermandad, de
encontrarnos con nuestros mayores, quienes tanto nos han enseñado en muchas
tertulias en el atrio de nuestra casa, ver cómo los años se van cargando en sus
espaldas (y en las canas de nuestras cabezas…) y de notar, una vez más, la
falta de quienes fueron el alma de la cofradía en tiempos no muy lejanos, de
quienes aprendimos a ser nazarenos. Es justo entonces cuando nos percatamos del
punto de inflexión en el que nos encontramos.
Matemáticamente un
punto de inflexión es aquel donde los valores de una función continua en x
pasan de un tipo de concavidad a otra, lo que hablando en cristiano quiere
decir que es el punto donde la curva que representa esta función cambia su
curvatura, lo que traducido a nuestra vida es la constatación del cambio
producido por el paso del tiempo. Es darte cuenta que, como ya había comentado
en alguna otra reflexión, los jóvenes que escuchábamos en silencio a los
“viejos” en las copas en la casa de hermandad, somos ahora quienes hablamos
mientras nuestros hijos y la juventud actual nos escuchan. Que quienes
trepábamos por los altares, andamios y escaleras para el trabajo de campo,
tomamos ahora el relevo en las tareas de diseño y preparación, y son las nuevas
generaciones las que hacen el trabajo más movido. Que quienes éramos simples
ayudantes o auxiliares o diputados en los cargos últimos en el escalafón de las
juntas de gobierno, ahora somos secretarios, mayordomos, censores, consiliarios
y hasta hermanos mayores. Este instante supone también que si hasta ahora
sumábamos estaciones de penitencia en nuestra cuenta particular, desde este
momento tomamos conciencia que lo que hacemos es restar las que nos quedan por
realizar, porque nuestro paso por esta vida es finito, y que la túnica de
nazareno que nos recuerda a nuestra vestidura bautismal en nuestro anual y
particular peregrinar a la Jerusalén de la ciudad, en lo que supone una
conversión anual -paso del hombre viejo al hombre nuevo-, empezamos a
percibirla como esa última vestidura que nos acompañará en nuestro tránsito hacia su eterna presencia a la diestra del
Padre.
Por esto, lo mismo que
hoy nosotros recordamos con alegría a aquellos que nos precedieron y nos
mostraron el recto camino que debemos seguir imitando siempre al nazareno que
nos precede, hemos de obrar de forma que seamos sus dignos sucesores para que
quienes les toque seguirnos como su nazareno precedente, lo hagan con esa misma
ilusión que lo hicimos nosotros con nuestros mayores, estando además preparados
para ceder
el testigo a nuestros jóvenes y dispuestos a aprender de ellos, pues con su
juventud nos aportan nuevas ilusiones y puntos de vista acordes al cambio de los
tiempos, siendo precisamente esta capacidad de adaptación lo que hará perdurar
nuestras hermandades y la semana santa.
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