jueves, 9 de abril de 2020

Pertiguero de María Santísima de la Concepción

Publicado en el boletín digital extraordinario de la Semana Santa de 2020 de la Archicofradía de Jesús Nazareno, Santa Cruz en Jerusalén y María Santísima de la Concepción.

El viacrucis de 1983 fue un antes y un después, sobre todo para quien esto escribe. Fue el momento de una decisión en que la devoción pudo más que la tradición familiar. Porque tantos días de infancia en misa en San Miguel –como se le conocía por entonces– no podían quedar en la nada. Y así, al año siguiente, al volver del servicio militar, quien escribe presentó su solicitud de hermano y fue recibido por el señor Censor (Eduardo Recio) en la preceptiva entrevista a los candidatos previa a ser aceptados como hermanos de la Archicofradía. Y en esa siguiente Semana Santa, llevó prendidas junto al corazón las cinco cruces que unen las cinco llagas de Jesús Nazareno con ese afán de sus hermanos por imitarle.

Salir de pertiguero de María Santísima de la Concepción fue un algo caído del cielo. Nunca mejor dicho, pues ir delante de nuestra Inmaculada Madre es un avance del cielo que nos aguarda. Aunque no tuve duda alguna en mi decisión de aceptar el sitio, he de reconocer que en mi casa no fue un plato de gusto, pues, en aquellos años, no estaba extendido el uso de los acólitos hermanos, siendo aún los profesionales de Santizo quienes hacían tal función. Recuerdo a mi madre como si fuese hoy mismo: Entonces ¿vas a salir como tu tío Juan Luis?. (Por cierto, el recuerdo que tengo de mi tío Juan Luis de acólito fue precisamente como cirial de María Santísima de la Concepción). Pues sí, y no solo salí como mi tío, sino que los dos primeros años como pertiguero los hice con personal de Santizo en los ciriales e incensarios. Ya al tercer año fuimos hermanos todos los acólitos de la cofradía, y eso se notó a la hora del orden y de la compostura, pues el nazareno se lleva dentro y no hace falta nada especial para que la cofradía sea la que es; solo que cada uno deje salir su nazareno interior: todo es verdad, nada impuesto ni forzado, de ahí que no seamos más ni menos que los demás, solo nosotros mismos. Como anécdota muchos amigos me han pedido muchas veces “que ponga la cara de serio de la Madrugada”. Y siempre les he respondido: “Es que yo no pongo ninguna cara en la Madrugada”. Simplemente salimos alumbrando su camino, o abrazando su cruz, a adorarle en el Monumento catedralicio.

En los muchos años que he tenido la fortuna –y el privilegio– de ser el pertiguero de la Virgen, siempre he sentido la misma emoción, como si de la primera salida se tratase. Vestirse en casa,… porque los acólitos también nos preparamos para salir: camisa blanca, manoletinas (en la bolsa), medalla (al cuello pero oculta), papeleta de sitio,… De soltero, en casa de mis padres. Ya de casado, en casa de otros hermanos nazarenos con la emoción de que, al prepararse para la Estación de Penitencia, se le añade el hacerlo en hermandad. Salir para la Iglesia; si vamos en grupo, en fila y convenientemente separados, para que no se rompa esa individualidad que caracteriza al Primitivo nazareno. No obstante, para los acólitos siempre resulta más complicado, pues al ir de paisano, el público de la Madrugada no sabe que ya vas en Estación de Penitencia y es más difícil pasar entre ellos. La llegada a la Capilla de Jesús Nazareno, sin que importen los años que lleves haciéndolo, siempre tiene el mismo repeluco: “Creo en Dios, Padre, Todopoderoso…”. Adquiere una dimensión especial cuando lo rezas arrodillado ante el Dulcísimo Jesús Nazareno. Luego, la Salve a la Santísima Virgen y al patio. Los primero años –Nazarenos de la Virgen al fondo del patio–, aún había bancos en el atrio que usaban los Primitivos más veteranos. Los acólitos nos vestíamos en la casa, en la sala del televisor, y pasábamos por turnos por el preceptivo barbero que nos dejaba a punto de revista, mientras los músicos cenaban un bocadillo que les permitiese aguantar el tirón de la noche una vez que las notas de Vicente Gómez Zarzuela quedaban guardadas en la memoria del cofrade hasta un nuevo Jueves Santo. Vuelta al atrio: fervorín y lista que pasábamos junto al resto de los nazarenos mientras las circunstancias lo permitieron. En pocos años, cambiamos el lugar de vestirnos por el de la sacristía alta y baja, donde debíamos permanecer ante el aumento de hermanos en la Estación penitencial. Incluso el fervorín y la lista los tuvimos a domicilio (¡qué gran recuerdo de nuestro querido don Eduardo Ybarra!)
Y la hora. Cerrojazo, saeta y Santa Cruz en marcha seguida por dos filas de nazarenos de cera morada. ¿Silencio? No hay silencio. Se escucha el crepitar de la cera y, en unos segundos solo, la primera llamada al galeón del Nazareno. Tres golpes y venga de frente. He de confesar que un momento al que nunca he faltado en mis años de pertiguero es a la salida del Señor. Zapatillas en la rampa, saeta y los flashes del público. Quien no lo haya visto no sabe la grandiosidad de este instante que, por cierto, siempre me ha gustado enseñar a los pajes, servidores y nuevos acólitos, porque los grandes momentos se disfrutan más si los vives en hermandad (esa es la grandeza de nuestra Estación de Penitencia). Nazarenos de cera blanca, nuevos tres golpes y primera levantá del palio. Ciriales en formación y ascua de luz que emboca el arco grande, (recuerden la película de Juan Lebrón). Venga de frente. Paje enviado a la Santa Cruz. Nueva saeta. Ciriales y cirios arriba. Sevilla en silente oración a la Llena de Gracia.

Camino a la Catedral. Ciriales arriba y abajo. Distancia, acordeón. “Escudos al frente”. Y encendiendo los ciriales. Grandes canastillas de los que he aprendido cómo es el andar primitivo: Fernando Aguado, Rafael Molina, Manuel Palomino, Juan José Cabrero, Eduardo del Rey, Alberto Ybarra, Enrique Martín Macías, Manuel Gil… Poco a poco, cuidando del horario y con las venias del Consejo (por delegación de la Autoridad Eclesiástica) y de la ciudad, llegamos a la Catedral a cumplir con el fin y precepto de la salida: adorar a Dios eucaristía en la real presencia en el Monumento. Catedral a oscuras, doble genuflexión e incienso (tres de tres, como el Papa Francisco en la Adoración extraordinaria en San Pedro en la oración por la pandemia): primero en el trascoro, ante la puerta de la Asunción; después ante la puerta de la Concepción, bajo el cuadro de Groso con bandera blanca votiva (“Cuidado con las lámparas de la primera nave del trascoro en la oscuridad catedralicia…”); ante la Virgen de la Antigua o ante la Patrona. Acólitos solos. Luego, acólitos y paso. Canastillas trabajando al ciento por ciento. “Pararse ahí”, golpe seco de llamador. Y tres de tres. Estación menor en el rezo interior del nazareno.
Cumplida la estación, y recuperado el orden de marcha, iniciamos el regreso. Cofradía estirada. Cirios apagados en la Puerta de Palos. Paje buscando la Santa Cruz (que la Virgen ya sale). Palio abandonando el atrio catedralicio y ciriales y cirios arriba. “Comprime los ciriales que hay que sacar el cortejo…”. “Bueno, pararse ahí”. Fiscal que vuelve con el horario –salimos un minuto antes– y primer tramo del Gran Poder que “vuela” hacia la Plaza del Triunfo. Reemprendemos la marcha en un milagro de control del tiempo de los fiscales: José Manuel Peña, Antonio Pérez Matheos, Manuel García, Manuel Heredia, Eduardo Castillo,  Antonio y Eduardo Rodríguez…  junto con el trabajo, al alimón, de capataces y costaleros en una alternancia de estrecheces, vueltas y fotógrafos delante del paso… Y, mientras tanto, abre y cierra los ciriales, para que no haya ni un solo corte en la cofradía. Y de este modo llegamos al final de Cuna, donde los sones macarenos suman una nueva emoción a la noche poniendo banda sonora al pregón de Carlos Colón: “Plata y carey por Cuna y una cara en la Campana”. En este punto, podemos comprobar cómo ha evolucionado la Madrugada durante los años en los que fui pertiguero. En los 80 y 90, era el Señor en Cuna y la Macarena en Campana; luego, cuando la Virgen estaba en la plaza del Duque, entraba en Campana el Señor de las Tres Caídas (algún año he visto de refilón las plumas del romano a caballo en lontananza desde el Duque). A partir de 2000, ya María Santísima de la Concepción coincidía en Cuna-Orfila con la Macarena en Campana; luego era la Virgen de la Presentación la que se encontraba en Campana cuando nosotros enfilábamos la plaza del Duque. En éstas últimas Madrugadas, al no salir de acólito y con nuestro itinerario por Daóiz y Gavidia, no tengo referencias actualizadas. Y paso a paso, chicotá a chicotá, de nuevo en la calle de las Armas y después en la calle Nueva, para entrar en San Antón por la Capilla de Jesús Nazareno, mientras el último tramo aguarda –cirios encendidos– para alumbrar la entrada de quien es la Gloria de los Nazarenos.

Ahora toca desvestirse, recoger y dejarlo todo en el mejor estado de revista. Al salir, nueva oración al Señor y a su Inmaculada Madre. Y a disfrutar de lo que resta de la Madrugada, con el alma plena por la cita cumplida y siempre con el recuerdo de lo vivido y con la multitud de anécdotas que serán siempre parte de nuestro equipaje. Como uno de los primeros años en que salía de pertiguero, en el que hubo un retraso en el Monumento y se nos fue la cofradía: recuerdo la Presidencia entrando en Alemanes y la Virgen saliendo de la Catedral… algo para olvidar, aunque aprendimos de ello. O aquel otro año que, a la entrada en Sierpes, tuve que coger un cirial porque a nuestro hermano le cayó una gota de cera en el ojo. Afortunadamente todo quedó en un susto y, en la siguiente chicotá, se reincorporó al cortejo.  ¿Y en la Catedral? Multitud de momentos singulares nos ha deparado la Catedral… Como un año, estando el Monumento en el trascoro, en el que el canastilla encargado de la genuflexión, con la oscuridad del momento, tuvo un tropiezo con uno de los incensarios, volcándose las brasas de este en sus pies. Hay que apuntar que el canastilla en cuestión iba descalzo y allí hubo impresión y sorpresa –sobre todo para el canastilla–, risas involuntarias contenidas y un recuerdo para siempre de la situación. ¿Y el año 92 con la mano de San Juan? Creo que ha sido la única vez, que yo tenga conocimiento, de que hubiera de subir un carpintero al paso de la Virgen. ¿Y el incienso? Siempre protagonista de nuestra Estación y más en la Virgen, con cuatro turíbulos. Pues un año de los de Monumento en la puerta de la Concepción, íbamos un poco más lentos de lo habitual, y con la acumulación normal de humo en estos casos, ligeramente ampliada al estar en un interior, al pasar por la nave del trascoro, comenzaron a sonar timbres en la Catedral, una y otra vez… Al llegar a la capilla bautismal, averiguamos la causa de los timbres: habían saltado las alarmas contra incendios y teníamos a los de seguridad pidiendo por favor que parásemos los incensarios…. Evidentemente continuamos en nuestro orden de marcha hacia el Monumento. ¿Y qué decir de las carreritas? La Madrugada no ha vuelto a ser igual desde entonces, pero ¿se nos ha pasado acaso por la mente la idea de no salir? La respuesta es clara: no hay Madrugada sin abrazar la cruz, ya sea literalmente como penitente, o dando luz portando cirio, o llevando las varas e insignias que proclaman nuestra historia y títulos, o al servicio de la cofradía como acólitos, costaleros o canastillas. O también, en la lectura de la Pasión según San Juan, en el peor de los casos, pero siempre junto a Jesús Nazareno y a su Madre.
¿La experiencia como pertiguero de María Santísima de la Concepción? Indescriptible. ¿Los recuerdos? Como podéis deducir de estas líneas, imborrables. ¿Lo mejor? La cercanía a la Virgen y el ser parte de la liturgia penitencial siendo uno de los servidores en su altar móvil. ¿La lección? Ir delante de Ella sintiendo que son suyas todas las miradas y que, a pesar de ir a cara descubierta, pasamos desapercibidos como el resto de los nazarenos. Y… ¿la ilusión? Soñar un nuevo Viernes Santo para, en el sitio de la cofradía que me corresponda, volver a acompañar al Dulcísimo Jesús Nazareno y a su Inmaculada Madre.

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