Publicado en el boletín digital extraordinario de la Semana Santa de 2020 de la Archicofradía de Jesús Nazareno, Santa Cruz en Jerusalén y María Santísima de la Concepción.
El viacrucis
de 1983 fue un antes y un después, sobre todo para quien esto escribe. Fue el
momento de una decisión en que la devoción pudo más que la tradición familiar.
Porque tantos días de infancia en misa en San Miguel –como se le conocía por
entonces– no podían quedar en la nada. Y así, al año siguiente, al volver del
servicio militar, quien escribe presentó su solicitud de hermano y fue recibido
por el señor Censor (Eduardo Recio) en la preceptiva entrevista a los
candidatos previa a ser aceptados como hermanos de la Archicofradía. Y en esa
siguiente Semana Santa, llevó prendidas junto al corazón las cinco cruces que
unen las cinco llagas de Jesús Nazareno con ese afán de sus hermanos por
imitarle.
Salir de
pertiguero de María Santísima de la Concepción fue un algo caído del cielo. Nunca
mejor dicho, pues ir delante de nuestra Inmaculada Madre es un avance del cielo
que nos aguarda. Aunque no tuve duda alguna en mi decisión de aceptar el sitio,
he de reconocer que en mi casa no fue un plato de gusto, pues, en aquellos años,
no estaba extendido el uso de los acólitos hermanos, siendo aún los
profesionales de Santizo quienes hacían tal función. Recuerdo a mi madre como
si fuese hoy mismo: “Entonces ¿vas a salir como tu tío Juan Luis?”.
(Por cierto, el recuerdo que tengo de mi tío Juan Luis de acólito fue
precisamente como cirial de María Santísima de la Concepción). Pues sí, y no
solo salí como mi tío, sino que los dos primeros años como pertiguero los hice
con personal de Santizo en los ciriales e incensarios. Ya al tercer año fuimos
hermanos todos los acólitos de la cofradía, y eso se notó a la hora del orden y
de la compostura, pues el nazareno se lleva dentro y no hace falta nada
especial para que la cofradía sea la que es; solo que cada uno deje salir su
nazareno interior: todo es verdad, nada impuesto ni forzado, de ahí que no
seamos más ni menos que los demás, solo nosotros mismos. Como anécdota muchos
amigos me han pedido muchas veces “que ponga la cara de serio de la Madrugada”.
Y siempre les he respondido: “Es que yo no pongo ninguna cara en la Madrugada”.
Simplemente salimos alumbrando su camino, o abrazando su cruz, a adorarle en el
Monumento catedralicio.
En los
muchos años que he tenido la fortuna –y el privilegio– de ser el pertiguero de
la Virgen, siempre he sentido la misma emoción, como si de la primera salida se
tratase. Vestirse en casa,… porque los acólitos también nos preparamos para
salir: camisa blanca, manoletinas (en la bolsa), medalla (al cuello pero
oculta), papeleta de sitio,… De soltero, en casa de mis padres. Ya de casado,
en casa de otros hermanos nazarenos con la emoción de que, al prepararse para
la Estación de Penitencia, se le añade el hacerlo en hermandad. Salir para la Iglesia;
si vamos en grupo, en fila y convenientemente separados, para que no se rompa
esa individualidad que caracteriza al Primitivo nazareno. No obstante, para los
acólitos siempre resulta más complicado, pues al ir de paisano, el público de
la Madrugada no sabe que ya vas en Estación de Penitencia y es más difícil
pasar entre ellos. La llegada a la Capilla de Jesús Nazareno, sin que importen
los años que lleves haciéndolo, siempre tiene el mismo repeluco: “Creo en Dios,
Padre, Todopoderoso…”. Adquiere una dimensión especial cuando lo rezas
arrodillado ante el Dulcísimo Jesús Nazareno. Luego, la Salve a la Santísima
Virgen y al patio. Los primero años –Nazarenos de la Virgen al fondo del patio–,
aún había bancos en el atrio que usaban los Primitivos más veteranos. Los
acólitos nos vestíamos en la casa, en la sala del televisor, y pasábamos por
turnos por el preceptivo barbero que nos dejaba a punto de revista, mientras
los músicos cenaban un bocadillo que les permitiese aguantar el tirón de la
noche una vez que las notas de Vicente Gómez Zarzuela quedaban guardadas en la
memoria del cofrade hasta un nuevo Jueves Santo. Vuelta al atrio: fervorín y
lista que pasábamos junto al resto de los nazarenos mientras las circunstancias
lo permitieron. En pocos años, cambiamos el lugar de vestirnos por el de la
sacristía alta y baja, donde debíamos permanecer ante el aumento de hermanos en
la Estación penitencial. Incluso el fervorín y la lista los tuvimos a domicilio
(¡qué gran recuerdo de nuestro querido don Eduardo Ybarra!)
Y la hora.
Cerrojazo, saeta y Santa Cruz en marcha seguida por dos filas de nazarenos de
cera morada. ¿Silencio? No hay silencio. Se escucha el crepitar de la cera y,
en unos segundos solo, la primera llamada al galeón del Nazareno. Tres golpes y
venga de frente. He de confesar que un momento al que nunca he faltado en mis
años de pertiguero es a la salida del Señor. Zapatillas en la rampa, saeta y
los flashes del público. Quien no lo haya visto no sabe la grandiosidad de este
instante que, por cierto, siempre me ha gustado enseñar a los pajes, servidores
y nuevos acólitos, porque los grandes momentos se disfrutan más si los vives en
hermandad (esa es la grandeza de nuestra Estación de Penitencia). Nazarenos de
cera blanca, nuevos tres golpes y primera levantá del palio. Ciriales en
formación y ascua de luz que emboca el arco grande, (recuerden la película de
Juan Lebrón). Venga de frente. Paje enviado a la Santa Cruz. Nueva saeta.
Ciriales y cirios arriba. Sevilla en silente oración a la Llena de Gracia.
Camino a la
Catedral. Ciriales arriba y abajo. Distancia, acordeón. “Escudos al frente”. Y
encendiendo los ciriales. Grandes canastillas de los que he aprendido cómo es
el andar primitivo: Fernando Aguado, Rafael Molina, Manuel Palomino, Juan José
Cabrero, Eduardo del Rey, Alberto Ybarra, Enrique Martín Macías, Manuel Gil… Poco
a poco, cuidando del horario y con las venias del Consejo (por delegación de la
Autoridad Eclesiástica) y de la ciudad, llegamos a la Catedral a cumplir con el
fin y precepto de la salida: adorar a Dios eucaristía en la real presencia en
el Monumento. Catedral a oscuras, doble genuflexión e incienso (tres de tres,
como el Papa Francisco en la Adoración extraordinaria en San Pedro en la
oración por la pandemia): primero en el trascoro, ante la puerta de la Asunción;
después ante la puerta de la Concepción, bajo el cuadro de Groso con bandera
blanca votiva (“Cuidado con las lámparas de la primera nave del trascoro en la
oscuridad catedralicia…”); ante la Virgen de la Antigua o ante la Patrona. Acólitos
solos. Luego, acólitos y paso. Canastillas trabajando al ciento por ciento. “Pararse
ahí”, golpe seco de llamador. Y tres de tres. Estación menor en el rezo
interior del nazareno.
Cumplida la
estación, y recuperado el orden de marcha, iniciamos el regreso. Cofradía estirada.
Cirios apagados en la Puerta de Palos. Paje buscando la Santa Cruz (que la
Virgen ya sale). Palio abandonando el atrio catedralicio y ciriales y cirios
arriba. “Comprime los ciriales que hay que sacar el cortejo…”. “Bueno, pararse
ahí”. Fiscal que vuelve con el horario –salimos un minuto antes– y primer tramo
del Gran Poder que “vuela” hacia la Plaza del Triunfo. Reemprendemos la marcha
en un milagro de control del tiempo de los fiscales: José Manuel Peña, Antonio Pérez
Matheos, Manuel García, Manuel Heredia, Eduardo Castillo, Antonio y Eduardo Rodríguez… junto con el trabajo, al alimón, de capataces
y costaleros en una alternancia de estrecheces, vueltas y fotógrafos delante
del paso… Y, mientras tanto, abre y cierra los ciriales, para que no haya ni un
solo corte en la cofradía. Y de este modo llegamos al final de Cuna, donde los
sones macarenos suman una nueva emoción a la noche poniendo banda sonora al pregón
de Carlos Colón: “Plata y carey por Cuna y una cara en la Campana”. En este
punto, podemos comprobar cómo ha evolucionado la Madrugada durante los años en
los que fui pertiguero. En los 80 y 90, era el Señor en Cuna y la Macarena en
Campana; luego, cuando la Virgen estaba en la plaza del Duque, entraba en
Campana el Señor de las Tres Caídas (algún año he visto de refilón las plumas
del romano a caballo en lontananza desde el Duque). A partir de 2000, ya María
Santísima de la Concepción coincidía en Cuna-Orfila con la Macarena en Campana;
luego era la Virgen de la Presentación la que se encontraba en Campana cuando
nosotros enfilábamos la plaza del Duque. En éstas últimas Madrugadas, al no
salir de acólito y con nuestro itinerario por Daóiz y Gavidia, no tengo
referencias actualizadas. Y paso a paso, chicotá a chicotá, de nuevo en la
calle de las Armas y después en la calle Nueva, para entrar en San Antón por la
Capilla de Jesús Nazareno, mientras el último tramo aguarda –cirios encendidos–
para alumbrar la entrada de quien es la Gloria de los Nazarenos.
Ahora toca desvestirse,
recoger y dejarlo todo en el mejor estado de revista. Al salir, nueva oración
al Señor y a su Inmaculada Madre. Y a disfrutar de lo que resta de la Madrugada,
con el alma plena por la cita cumplida y siempre con el recuerdo de lo vivido y
con la multitud de anécdotas que serán siempre parte de nuestro equipaje. Como
uno de los primeros años en que salía de pertiguero, en el que hubo un retraso
en el Monumento y se nos fue la cofradía: recuerdo la Presidencia entrando en
Alemanes y la Virgen saliendo de la Catedral… algo para olvidar, aunque
aprendimos de ello. O aquel otro año que, a la entrada en Sierpes, tuve que
coger un cirial porque a nuestro hermano le cayó una gota de cera en el ojo. Afortunadamente
todo quedó en un susto y, en la siguiente chicotá, se reincorporó al
cortejo. ¿Y en la Catedral? Multitud de
momentos singulares nos ha deparado la Catedral… Como un año, estando el Monumento
en el trascoro, en el que el canastilla encargado de la genuflexión, con la
oscuridad del momento, tuvo un tropiezo con uno de los incensarios, volcándose
las brasas de este en sus pies. Hay que apuntar que el canastilla en cuestión
iba descalzo y allí hubo impresión y sorpresa –sobre todo para el canastilla–,
risas involuntarias contenidas y un recuerdo para siempre de la situación. ¿Y
el año 92 con la mano de San Juan? Creo que ha sido la única vez, que yo tenga
conocimiento, de que hubiera de subir un carpintero al paso de la Virgen. ¿Y el
incienso? Siempre protagonista de nuestra Estación y más en la Virgen, con
cuatro turíbulos. Pues un año de los de Monumento en la puerta de la
Concepción, íbamos un poco más lentos de lo habitual, y con la acumulación normal
de humo en estos casos, ligeramente ampliada al estar en un interior, al pasar
por la nave del trascoro, comenzaron a sonar timbres en la Catedral, una y otra
vez… Al llegar a la capilla bautismal, averiguamos la causa de los timbres:
habían saltado las alarmas contra incendios y teníamos a los de seguridad
pidiendo por favor que parásemos los incensarios…. Evidentemente continuamos en
nuestro orden de marcha hacia el Monumento. ¿Y qué decir de las carreritas? La
Madrugada no ha vuelto a ser igual desde entonces, pero ¿se nos ha pasado acaso
por la mente la idea de no salir? La respuesta es clara: no hay Madrugada sin
abrazar la cruz, ya sea literalmente como penitente, o dando luz portando
cirio, o llevando las varas e insignias que proclaman nuestra historia y
títulos, o al servicio de la cofradía como acólitos, costaleros o canastillas. O
también, en la lectura de la Pasión según San Juan, en el peor de los casos,
pero siempre junto a Jesús Nazareno y a su Madre.
¿La
experiencia como pertiguero de María Santísima de la Concepción?
Indescriptible. ¿Los recuerdos? Como podéis deducir de estas líneas,
imborrables. ¿Lo mejor? La cercanía a la Virgen y el ser parte de la liturgia penitencial
siendo uno de los servidores en su altar móvil. ¿La lección? Ir delante de Ella
sintiendo que son suyas todas las miradas y que, a pesar de ir a cara
descubierta, pasamos desapercibidos como el resto de los nazarenos. Y… ¿la
ilusión? Soñar un nuevo Viernes Santo para, en el sitio de la cofradía que me
corresponda, volver a acompañar al Dulcísimo Jesús Nazareno y a su Inmaculada
Madre.
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